Tengo un recuerdo de chica que siempre me vuelve a la mente cuando veo una película de suspenso o leo un libro policial. En verano, de noche en La Floresta, leyendo un libro que no era para mi edad (a escondidas, con el libro metido dentro de las sábanas por si alguno de mis padres entraba al cuarto). Todos dormían, y yo temblaba de miedo. Escuché pasos en el corredor que se acercaban. Paralizada, no podía moverme. Pero cuando volvió el silencio, seguí leyendo.
Mucho después se me ocurrió preguntarme por qué nos atraen tanto estas historias. Es contradictorio: evitamos hablar sobre la muerte y devoramos relatos de crímenes. Nos alejamos de personas manipuladoras o crueles y leemos sobre asesinos seriales, sicópatas o sádicos.
Siempre ha pasado esto. En la edad media, una ejecución pública, (muertes terribles, crucifixiones, torturas o personas quemadas en la hoguera) eran un espectáculo seguido por hombres, mujeres y niños que llenaban las plazas para verlo. Los diarios y pasquines de crónica roja siempre tenían tiradas enormes. Tenemos una atracción por lo desconocido, por imaginar lo que hay más allá de la muerte. Quizá también el alivio al sentir “no me tocó a mí”, y que por suerte estamos de este lado.
Aparecen preguntas: ¿Yo sería capaz, si viviera esa situación? ¿Hasta dónde llegaría si peligrara la vida de las personas que quiero? ¿O por venganza y ambición?
Necesitamos historias para conocer otros lugares, para escapar de la rutina, para explorar los misterios de la mente humana, para hacernos preguntas que no tienen respuesta. Es lo que nos distingue como seres humanos. Y las historias “negras”, cuando son de calidad, seguirán enganchando a los lectores que se sumergirán en ellas para temblar y disfrutar.