Paseando por Madrid siempre se encuentran sorpresas. En este re-encuentro con la ciudad en la que viví durante seis años descubrí varias. El eco sabinesco de “Pongamos que hablo de Madrid” sonaba en mis oídos mientras deambulaba por Anton Martín, tomaba una caña los bares de la calle Etchegaray o se me presentaba la mole de la inevitable puerta de Alcalá.
El Palacio de Cristal está insertado en medio del Parque del Retiro y aparece de golpe, como asomando detrás de un árbol. Fue construido como pabellón para la Exposición Universal de 1887, y generalmente se usa para muestras temporales de artes plásticas. La estructura totalmente vidriada hace que desde el interior, el cielo parezca cortado en fragmentos regulares y la luz llegue filtrada a través de las copas de los árboles. El entorno es de una belleza majestuosa. Me gusta siempre visitarlo, pero confieso que en general las exposiciones que encontraba me resultaban bastante ajenas, de arte conceptual moderno difícil de asimilar, al menos para mí. Una vez di con esponjas dentro de vitrinas, otra vez se exponían torres de caramelos, o juegos para niños herrumbrados y en desuso.
Esa tarde de julio llegué hasta allí, cansada por una larga caminata desde la Plaza Mayor. Disfruté, como siempre, de la silueta elegante y antigua del edificio y subí la escalinata del frente, ya que a nunca puedo evitar la curiosidad de vichar qué se expone. A primera vista me pareció que el ambiente estaba vacío. Había muy pocas personas deambulando. Miré con más atención y vi grupos de dos o tres mecedoras distribuidas aquí y allá. Me acerqué, con pocas esperanzas de que pudieran usarse, segura de que una línea en el piso marcaría el límite.
Una de las mecedoras me llamaba. En el asiento de esterilla había un libro con tapas de cuero verde, de aspecto antiguo. Lo levanté. Estaba sujeto a al apoyabrazos con una tira de cuero. Encontrar un libro me dio el permiso necesario, así que me senté y empecé a hojearlo. Contenía tres historias breves; una en francés, otra en algún idioma de alfabeto cirílico y la tercera, una novela corta de Enrique Vila-Matas, “Una teoría sobre la novela”. Allí me quedé, a disfrutar la lectura, mientras la tarde cambiaba de color detrás de los cristales.
Cada mecedora tenía un libro a disposición, siempre con textos en tres idiomas distintos. La exposición se llama “Splendide Hotel” y es de Dominique Gonzalez-Foerster (Estrasburgo, Francia 1965). Según el texto del folleto, “Propone un viaje a través del cual el espectador se transporta a espacios y a tiempos donde lo imaginario se mezcla con lo real y en los que la literatura marca las pautas a seguir para habitar ese mundo onírico, llevando así a la obra de arte más allá del significado de los objetos. Varias mecedoras invitan al espectador a sentarse y a ser partícipes en la obra, sumergiéndose en alguno de los muchos libros que la artista ha seleccionado para la ocasión. José Rizal, Dostoievski, Rubén Darío, H. G. Wells o Enrique Vila-Matas son algunos de los autores propuestos por la artista francesa para este viaje”.